LA LEYENDA DE LOS PENDIENTES TIBET
En el sigloVIII, el rey budista de Khartchen tenía una hija que poseía todas las cualidades de una dakini. Su belleza era deslumbrante, sus gestos delicados, su rostro reflejaba una compasión inmensa y su espíritu estaba dirigido hacia el Dharma. El día de su nacimiento se habían manifestado todos los signos de la encarnación de una diosa: un arco iris había coronado el castillo real, y el lago vecino se había cubierto espontáneamente de lotos blancos y rojos.
A la princesa le pusieron el nombre de Yeshe Tsogyal, Victoria del océano de sabiduría.
Cierto día jugando en sus aposentos con una de sus mascotas, descubrió un escondite secreto que aguardaba una pequeña cajita de hueso. La princesa abrió el cofrecito. Halló una carta y una preciosa tela de seda que envolvía unos maravillosos pendientes. La carta estaba escrita por un joven enamorado e iba dirigida a una pequeña princesa llamada Tíbet..
Esa magnifica joya fue un obsequio del verdadero amor de aquella princesa a la que obligaron a casarse con un príncipe que no amaba.
Aquella joven siempre llevó puestos sus pendientes. Salvo el día que supo que iba a morir. Entonces los guardó furtivamente y con ellos una carta donde recordaba, a quien se los encontrara, que se casara con el corazón.
Desde el mismo momento que encontró el cofre, Yeshe llevaría puestos los pendientes a los que también llamó Tibet,. Le recordarían en cada instante el amor, la sencillez , el valor y la elegancia.
Cuando Yeshe cumplió dieciséis años, como dictaba la costumbre, su padre decidió casarla.
Ella enfurecida huyó.
Yeshe Tsogyal halló refugio en una cueva en medio de un valle lejano. Allí vivió como un ermitaño. Había cambiado su habitación cubierta de sedas por una caverna de roca gris, sus ropas de brocado por un vestido de follaje y sus platos con especias por bayas silvestres. Pero no había perdido con el cambio. En la desierta montaña, lejos del ruido de la vida mundana, por fin podía dedicarse a la meditación y entregarse en cuerpo y alma a la búsqueda del Despertar. Se había liberado de la hipocresía de sus semejantes, de las intrigas de la corte, del deseo de los hombres y de los celos de las mujeres. Poco a poco su corazón recobró la paz, y su mirada, la inocencia perdida de la infancia. El brillo reluciente de la fuente o las perlas de rocío que brillaban con los primeros rayos de luz tenían para ella más valor que todas las joyas de una princesa. Aprender a mirar de nuevo es sin duda el primer estadio de la Iluminación.
Nunca se desprendía de lo que le había dado la libertad, sus pendientes Tíbet.